viernes, 24 de octubre de 2014

La muerte de Artemio Cruz

         Uno de mis autores preferidos es Carlos Fuentes, tiene una pluma ágil, a la que en ocasiones me es difícil seguir el ritmo, al punto de perderme, pero siempre es inteligente y agudo en sus ideas dejándote un mayor conocimiento de ti mismo, del ser humano y de México.

 

            Después de escribir su gran novela: “La región más transparente” en 1958, Carlos Fuentes tenía la misión de superarse a sí mismo con una nueva obra que consolidara su posición literaria en México y en el mundo hispanohablante, al tiempo que diera un nuevo impulso al “Boom latinoamericano”. El mundo volteaba a ver a los escritores latinoamericanos: al argentino Julio Cortázar, el Colombiano Gabriel García Márquez, el Peruano Mario Vargas Llosa y México no podía quedarse atrás: su exponente era Carlos Fuentes.

 

            Y Carlos lo volvía a hacer: publica en un solo año dos novelas enormes: “La muerte de Artemio Cruz” y “Aura”, hoy nos ocuparemos de la primera, Carlos Fuentes, es recurrente en su idea de que la Revolución Mexicana, ha servido para que muchos mexicanos que estaban condenados a la miseria ascendieran en la vida económica y social de México, llegando a las más altas cumbres de la sociedad… y de la corrupción.

         Artemio Cruz es miembro de la familia revolucionaria de México y de la clase política: ha sido diputado, político de toda la vida, posee un periódico que lo convierte en uno de los hombres más poderosos e influyentes del país y… está muriendo. La novela viaja sin rubor por el pasado y el presente, haciéndonos descubrir como un pobre revolucionario, ha llegado a ser coronel Carrancista, latifundista, diputado, periodista y hombre de negocios, como ha tenido que desgarrar su vida en el trayecto y cómo ha renunciado al amor, y quedarse sólo con la memoria del amor, grabada en la imagen de Regina, la mujer a la que ha amado siempre, pero que pierde en la lucha revolucionaria. Casado con Catalina, hija y heredera de un rico terrateniente, ha hecho de su vida de casados sólo una pantalla social, que subsiste hueca y vacía, a pesar de que podrían amarse, sin embargo, no se atreven ni uno, ni la otra a arriesgarse a dar el corazón.

         En la cama dónde agoniza Artemio, desfilan su esposa, su hija Teresa, su nieta Gloria, su secretario particular Padilla, un sinfín de doctores y enfermeras, y los recuerdos de sus muertos y muertas, la gente que ha quedado en el camino, y que ahora que está cerca del fin vienen a su memoria.

           En un país donde el político enriquecido y poderoso es más odiado que admirado o temido, una novela donde se retrata el ocaso y fin de un cacique como Artemio Cruz parecería una especie de justa venganza, que le permitiría al lector regodearse en la fatalidad del protagonista, sin embargo Carlos no permite esa acción, y nos muestra los claro-oscuros de ese hombre (y en definitiva, de todo hombre).

           Cerca del final de la novela y del ocaso de Artemio, Carlos Fuentes nos muestra su vida de niño, nacido inocente, criado por un mulato que providencialmente escapa de la vida servil durante los años en los que cuida del “niño Cruz” y le da amor, una forma honesta de vivir y un pobre techo. Para Carlos, todo hombre, por más poderoso, vil o abyecto que sea, ha nacido puro e inocente, es genial la manera en la que cierra la novela: dejándonos un sentimiento de solidaridad humana con el protagonista, cuya redención, tal vez no provenga de un arrepentimiento final, sino de la larga vida llena de circunstancias que lo hicieron llegar al punto donde, después de todo lo bueno y lo malo, llegaremos tarde o temprano los que hemos nacido de mujer: el momento de “tu silencio… tus ojos abiertos… sin vista… tus dedos helados… sin tacto…”

 
Algunas perlas de este libro:

“Tú te sentirás satisfecho de imponerte a ellos; confiésalo: te impusiste para que te admitieran como su par”.

“No sé qué has hecho. Sólo sé que en tu vida perdiste lo que después me hiciste perder a mí: el sueño, la inocencia. Ya nunca seremos los mismos”.

“Acéptame así, con estas culpas, y mírame como a un hombre que necesita… No me odies. Tenme misericordia, Catalina amada. Porque te quiero; pesa de un lado mis culpas y del otro mi amor y verás que mi amor es más grande…”

 

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